Testimonio

Cuando era niña, mi madre no quería que me dedicara a estudiar. Solo quería que encontrara un buen marido y le diera nietos. Pero mi mayor ilusión era trabajar en un hospital y convertirme en investigadora.

En mi casa no había mucho dinero para una carrera universitaria. Mi padre era muy mayor y aunque trabajó hasta los ochenta años, éramos tres hermanas y cinco bocas. Pero me “busqué la vida” para poder hacer algún que otro trabajo y poder pagarme los estudios. Eran los años setenta, y la biología se consideraba un “pasaporte para el hambre”.

Van a cumplirse treinta y cinco años desde que acabé la carrera. Conseguí trabajar en un hospital (aunque estuve cuatro años como “asistente voluntario” sin cobrar un céntimo). Y llevo más de treinta dedicándome a lo que, desde siempre, me ha gustado.

Mi madre me lo puso muy difícil, pero luché por conseguir mi sueño. En los años ochenta, que una mujer trabajara en andrología, y manejara muestras de semen, no era nada común. En un mundo de hombres, me abrí paso sin hacer el menor caso de comentarios que, hoy, ni se hubieran atrevido a pronunciar. Pero no me importaba en absoluto. Tenía claro cual era el camino que había de seguir: el esfuerzo y la dedicación. Y de esa manera conseguí el respeto de mis compañeros. Todos varones.

Para mí, el día de la mujer son todos los días. Y el del hombre. Y el de las personas. Y el de los que no cejamos en el empeño de intentar construir un mundo mejor.

Mi madre me lo puso muy difícil, y me costó mucha tristeza, disgusto y angustia. Pero no la culpo porque es lo que ella aprendió de su madre, y su madre de su abuela… y así sucesivamente. Y alguien tenía que romper la cadena de esposas y madres…

Mi madre, ahora, se siente muy orgullosa de su hija trabajadora, y presume entre sus amistades de ello… Ya no recuerda (o no quiere recordar) el pasado.

Pero esto es una lucha silenciosa, individual, continua, incesante, de cada una de nosotras para que, al fin, ser mujer, solo signifique ser persona.

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